El dolor de todos está salvado en Su cruz


En estas semanas, desde el terremoto, hemos visto cuán dramática es la realidad de nuestro país azotado por esta catástrofe. Por todos lados vemos desolación, dolor, quebranto. También desesperación. Son muchísimas las familias que lamentan pérdidas materiales graves. Son muchísimas también las que han perdido seres queridos, y a esto ni todos los esfuerzos humanos ni de las instituciones podrán responder totalmente. Las casas se pueden volver a levantar, así como los puentes y las autopistas. Pero, ¿quién responde de la muerte de un padre, de una madre, una hermana, un hijo? ¿Dónde se va todo lo que se ha perdido? ¿Quién sostiene el corazón del hombre, sin el cual nada más puede moverse?

En la historia hay un hombre que dijo poder responder: Jesucristo. Frente a una mujer viuda que lloraba la muerte de su único hijo, ese hombre se atrevió a decir: “Mujer, no llores”. ¿Por qué? ¿Por qué dijo eso, que podría sonar tan insensible? Porque Él respondía, porque Él podía responder al dolor de esa mujer. No sólo le dijo “Mujer, no llores”, sino que al momento siguiente le devolvió a su hijo. Cristo es la única justicia posible en medio de este quebranto, porque sólo él nos promete que los rostros de los que se han ido no están perdidos: “hasta los cabellos de su cabeza están contados”… Él los ha salvado, y salvándolos nos salva también a nosotros del horror de esta catástrofe.

Pero hay otra razón por la cual Cristo puede decir “Mujer, no llores”. Y es que Él mismo ha pagado este rescate. Cristo venció a la muerte por el dolor y por el sacrificio de su propia vida. Cristo se adelantó a todos los que han muerto bajo los escombros o arrastrados por el mar. Cristo los acompañó, los acompaña a todos en la cruz. Y así acogió en sí el dolor de todos, para abrazarlo todo en Su resurrección. La muerte de los que partieron, el dolor de los heridos, el desgarro de los que no encuentran a los suyos, la tristeza de quienes los despiden, la angustia de los que estamos demasiado lejos: todo ese dolor está en Su cruz.

Afrontar esta situación, asumir todo el dolor – el propio y el de los demás -, no cerrar los ojos. Y luego también trabajar, de la forma que sea, por reconstruir lo que se ha perdido y consolar a los que sufren, es la forma en que podemos participar del sacrificio que nos salva a todos. ¡Pedirle a Dios que lo salve todo, y ofrecerle todo lo que tenemos! De ese gesto proviene un ánimo invencible, una fuerza infinita, una disposición total que no depende del éxito medible de lo que emprendemos, sino que sencillamente busca donarse con gratuidad.

Muchos han partido a ayudar al Sur en estos días. ¿Qué tenemos de diferente los cristianos? No somos los mejores, ni los más fuertes, ni los más valientes, ni los más entregados. ¿Qué tenemos? Nosotros llevamos en nuestra unidad al único que es capaz de responder a las necesidades más profundas, a los deseos más genuinos. El único capaz de sanar las heridas y consolar los corazones, porque es el único que ha prometido que todo lo que hemos amado se salva para siempre. Los cristianos debemos llevar conscientemente, en Santiago y en el Sur, en las circunstancias en que nos toque estar, la presencia de Cristo. Él es el único verdaderamente imprescindible.

«Mujer, ¡no llores!»: este es el corazón que ilumina nuestra mirada, que la pone ante la tristeza, ante el dolor de todos aquellos con los que nos relacionamos
(Padre Luigi Giussani).

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